Ser mamá lesbiana por adopción

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A Alba la conocí cuando tenía 3 años. Y no os voy a mentir, al principio no me caía tan bien. La situación era la siguiente. Yo tenía 31 años, era bastante libre, fiestera, DJ, fotógrafa, diseñadora, me encantaba estar fuera de casa, viajar, hacer deporte, subir montañas. Vamos, nada que implicara la presencia de una niña de 3 años.

Pero es que la madre de Alba me gustaba, y me gustaba muchísimo. La había conocido en una fiesta y esa misma noche nos habíamos comido la boca en el baño. Yo esperaba que al acabar la fiesta nos fuéramos a casa juntas, pero no, como una Cenicienta se fue a su casa a las 2 de la mañana, que al día siguiente tenía mucho que hacer. Mi gozo en un pozo.

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Me dio su teléfono y después supe que lo que tenía que hacer a la mañana siguiente era recoger a su hija de casa de los abuelos y hacer aburridas cosas de madre. Pero bueno, me gustaba tanto la chica que intenté no pensar en que tenía una hija.

Fueron pasando los meses y cada vez estaba más enganchada de esta mujer. Y también un poco harta de la niña ya que por ella no podíamos hacer otro tipo de planes, teníamos que adaptarnos a sus horarios, casi no viajábamos solas y las noches de juerga eran muy pocas, nada que ver a lo que estaba acostumbrada.

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Yo me quejaba mucho, y al final ella optó por dejarme. Evidentemente me estaba comportando como una malcriada e inconscientemente la hacía escoger entre Alba y yo.

Lo pasé muy mal con la ruptura. Me di cuenta que mis sentimientos por ella eran mucho más grandes de lo que pensaba y decidí intentar recuperarla, pero esta vez ser más madura, comprensiva, y entender que una relación con la madre implicaba también algún tipo de relación con la hija.

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La balanza se equilibró y comenzamos a hacer planes solas pero también planes las 3. Me di cuenta que los niños no eran tan coñazo como yo pensaba y Alba sabía mucho de dinosaurios y le encantaban los Play Mobil, como a mi. Nos fuimos acercando, aunque las dos sentíamos celos de la otra.

Pasó un año y no sé cómo me encontré ideando yo planes infantiles, poniendo una sillita en mi bicicleta y ofreciéndome a cuidar de Alba cuando su madre tenía que trabajar hasta tarde. Comencé a bañarla, a leerle antes de dormir, a llevarla al cine, a comprarle ropa y a pensar en ella -e incluso echarla de menos- cuando no estaba conmigo.

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A veces, cuando se caía en el parque, buscaba consuelo en mis brazos, y cada vez que me veía se ponía tan feliz y me daba abrazos tan gordos que yo me quedaba conmovida todo el día.

Cuando tenía 5 años nos fuimos a vivir las tres juntas. Fue todo un cambio en mi vida, porque aunque no era mi hija yo en cierta manera ejercía como una mamá. Un día, ya cuando tenía 6, la fui a buscar al cole y la profe me entregó un precioso dibujo donde estábamos las tres de la mano y ponía: mis dos mamás. Casi lloro.

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Alba es una niña estupenda, igual a su madre. Cariñosa, divertida, inteligente, preciosa. Y aunque me tomó tiempo, me enamoré de ella tanto como de su mamá. Pensar en no tener a esas dos criaturas cerca me parecía desolador. Poco a poco me pasó que las noches de los viernes pinchando música no me parecían tan guays como las noches de los viernes comiendo pizza casera en el sofá viendo Shrek.

Fue ella la que me lo pidió, cuatro años después de conocerla. «Me gustaría que fueras mi otra mamá de verdad, para siempre». Es la propuesta más maravillosa y dulce que he recibido en la vida.

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Mi esposa -si, ya estamos casadas- estuvo de acuerdo. Y así tras un proceso de adopción me he convertido en la mamá legal, la mamá para siempre, la mami de Alba. No sé qué se siente parir un hijo y verlo crecer desde el primer día, pero os puedo asegurar que lo que siento por mi hija, aún me emociona llamarla «mi hija», es lo más grande y más honesto que he sentido por cualquier ser humano.

Ahora, sin quererlo, sin pensarlo e imaginarlo, tengo una hija. No la di a luz, pero ella trajo la luz a mi vida.

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